Érase una vez que se era, un rey y una
reina que estaban muy enamorados. Eran la envidia del pueblo por su hermosura y
por el amor que se procesaban, pero quien era realmente bella era la reina con
su largo pelo rubio, su cara rosada y su esbelta figura.
Paso el tiempo y la reina se quedó
embarazada de una niña preciosa, más guapa aún que su madre. Pero en el parto
hubo problemas y la reina cayó tan enferma que decidió hacer un obsequio a su
querida hija para que no se olvidase de ella. Una vez preparado, mando llamar a
su marido para entregarle la cadenita de oro que había hecho, de ella colgaba
una medalla de la virgen, una aguja de coser y su anillo de bodas. La reina pidió
al rey que cuidase de su hija y que cuando fuese más mayor le entregase ese regalo
para que no se olvidase de todo lo que su madre la había querido.
A los pocos días después, la reina
falleció y el rey, muy apenado, decidió dedicar todo su tiempo a su hija, sin
darse cuenta de que estaba dejando a un lado sus obligaciones como rey.
Paso el tiempo, y un día, uno de los consejeros
del rey le recordó que su hija ya era mayor y que debía buscar a un buen
pretendiente para poder casarla. Y así hizo el rey, busco y busco hasta que encontró
al mejor pretendiente posible, o por lo menos eso era lo que él creía.
A la mañana siguiente, mientras
paseaba con su hija por los jardines de su palacio le entregó la cadena de oro
que había preparado la reina para ella y le dijo que había encontrado al hombre
perfecto para ella. La hija, al enterarse que ese hombre era lo más feo y
repugnante que había existido jamás, pensó en una excusa para alargar el tiempo
y que su padre pudiese olvidarse del tema:
- Como
usted desee, pero antes, como regalo de bodas quiero tres vestidos: uno tan
dorado como el sol, otro tan plateado como la luna y el tercero tan brillante
como las estrellas.
- Está
bien - aceptó el padre.
Como el rey estaba dispuesto a todo
por cumplir ese compromiso, mando llamar a las mejores tejedoras de todos los
reinos para poder lograr los deseos de su hija.
Paso un gran periodo de tiempo, y una
mañana el rey se presentó en el dormitorio de la hija con los tres vestidos: uno
tan dorado como el sol, otro tan plateado como la luna y el tercero tan
brillante como las estrellas.
Cuando la hija vio aparecer a su padre
con los tres vestidos quedó aterrorizada, y pensó en cuál sería la siguiente
excusa que debía poner:
- Como
usted desee padre, pero estos vestidos eran regalo de boda y ahora quiero un
regalo de compromiso, quiero un abrigo hecho por toda clase de pieles de
animales.
- Como
quieras hija mía- respondió el rey.
Así que el rey se puso manos a la obra
y mandó a sus mejores cazadores al bosque. Después de otro largo periodo de
tiempo, el abrigo estaba hecho.
Finalmente, cuando todo estuvo
preparado, el rey hizo traer el abrigo, lo extendió ante ella y dijo:
- Mañana
se celebrará la boda.
Cuando la princesa se dio cuenta de
que ya no había otra opción, se puso a pensar que podría hacer ahora y a la
única conclusión que llegó fue que tenía que huir. De modo que cuando se hizo
de noche, guardo sus valiosos vestidos en una cesta, cogió la pulsera que su
madre le había regalado, se puso el abrigo de toda clase de pieles y cuando se aseguró
de que todo el mundo estaba durmiendo, salió del palacio adentrándose en el
bosque. Allí pasó largos días en los que andaba por la noche y dormía por el
día para que nadie la pudiera ver.
Hasta que una noche, mientras andaba
por el bosque, empezó a escuchar unas voces. La joven, aterrorizada, se
escondió en uno de los huecos de los árboles totalmente cubierta por su gran
abrigo. Pero el olor que éste desprendía atrajo a los perros de los cazadores,
que acudieron enseguida sorprendidos porque animal estuviera escondido. Le entró
tal miedo a la chica que se puso a gritar:
- No
soy ningún animal, solo soy una criatura asustada. Me caí en el bosque y al
darme un golpe en la cabeza no recuerdo nada.
Los cazadores, muy sorprendidos,
decidieron llevar a esa criatura a su reino para ver si su rey podría ayudarle.
Una vez allí, la reina se compadeció de ella y la mandó a las cocinas. El cocinero
acepto su compañía muy regañadientes, pero al final acabo acostumbrándose a su
extraña compañía ya que ella siempre iba totalmente cubierta por su inmenso
abrigo de pieles.
Pasó el tiempo, y llegó el día en que
el príncipe debía buscar a su pretendienta ideal para poder casarse y así
convertirse en rey. Esa misma noche se celebró la primera fiesta. Muy intrigada,
la joven pidió permiso al cocinero para poder observar desde lejos todo lo que
acontecía en la sala. El cocinero accedió pero le recordó que debía volver
pronto para preparar la sopa del príncipe. Y así fue.
Entró en la sala y deslumbró a todos con
su gran belleza, especialmente al príncipe que no pudo parar de mirarla durante
toda la noche. Llegó el turno de su baile y el príncipe seguía tan asombrado por
su hermosura que no podía ni hablar. Pero cuando acabó la música y el joven se animó
a hablar con ella, se dio cuenta de que había desaparecido.
Ella había vuelto a su habitación, se
volvió a manchar su piel, se puso el abrigo de toda clase de pieles y bajó
corriendo a las cocinas para preparar la sopa. Mientras llegaba a la habitación
del príncipe decidió dejar la medalla de la virgen en el fondo del tazón.
Era la sopa más buena que había
probado el príncipe en su vida, pero había algo al final, era la medallita de
la virgen. El príncipe quedo sorprendido y le parecía extraño que un hombre
tuviera un medalla de la virgen, pero pensó que habría sido un descuido.
De este modo, subió lo más rápido que pudo, se
limpió su rosada piel y se puso el segundo vestido, el que era tan plateado
como la luna. Cuando llegó a la sala, el príncipe estaba esperándola
impacientemente para volver a bailar juntos. Esta vez, la joven volvió a huir
sin que el príncipe pudiera ver a donde iba.
Salió de la sala y repitió el mismo
ritual que la noche anterior, una vez puesto el abrigo volvió a las cocinas a
preparar la sopa. Esta vez dejó caer en la sopa la aguja de coser. El príncipe,
extrañado, se dio cuenta de que eso no podía ser del cocinero porque la aguja
era un símbolo muy femenino, así que coloco la figurilla al lado de la medalla
de la virgen
Llego la tercera noche de fiesta, y se volvió
a repetir todas las cosas de la noche anterior. La joven subió a su habitación
y se puso el último vestido, el que era tan brillante como las estrellas. Esa noche,
el príncipe bailo solo con ella y sin que ella se diera cuenta, cogió su mano y
colocó un anillo en el dedo. Llegó la hora de irse y, como siempre, ella se
escabulló. Pero esta vez se le había hecho demasiado tarde y no le dio tiempo a
tiznarse la piel. Una vez en las cocinas, preparó la sopa del príncipe y puso
en ella el anillo de bodas. Cuando llegó a la habitación, esta vez, el príncipe
le pidió que se quedase allí para que luego se llevase el tazón. Allí se
encontró el anillo que la joven había colocado. El príncipe le preguntó que si
sabía lo que era.
- Parece
un anillo de bodas, majestad.
- Sí,
eso parece. ¿y sabes qué hace en mi tazón?- pregunto el príncipe que ya se
había dado cuenta de lo que pasaba.
- No
tengo ni idea, majestad.
Entonces cogió la mano de toda clase de pieles y vio que en su
dedo estaba el anillo que aquella noche había puesto a la bella joven. Cuando ella
se dio cuenta intentó escapar y el príncipe tiró del abrigo dejando al
descubierto su dorado cabello y su manchada belleza.
El príncipe pidió explicaciones a la
hermosa joven, que tras contarle su historia y ver un gesto de confianza por
parte de él, cogió el anillo del fondo del tazón y se lo puso al príncipe.
- Eres
mi prometida y no nos separaremos nunca. - Afirmó el príncipe con una gran
sonrisa.
Y así vivieron felices hasta el fin de
sus días.
Muy bien. Solo te falta explicar los cambios que has hecho en relación con los receptores y comentar por qué has dejado otras cosas de la versión que os conté.
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